domingo, 24 de abril de 2016

Listas y etiquetas. ¿En cual está usted?

Desde el inicio de los tiempos, el hombre ha necesitado las listas para organizar el mundo y poder apropiarse de él. No en vano el lenguaje fue el elemento que nos permitió dar un salto evolutivo sustancial como especie. El lenguaje nos permitió codificar y transmitir el conocimiento, y parte de esa codificación son las listas, que nos permiten organizar todo lo que debe almacenar nuestro cerebro.
La lista, que Umberto Eco llevaba al mismo nivel del catálogo y de la enciclopedia, nos permite codificar el conocimiento, gestionarlo, almacenarlo, y de alguna forma cuantificar lo que debe ser aprendido o lo que merece ser leído.
Son ejemplos obvios la lista de los diez mandamientos judíos, que después adoptaron los cristianos, o el código de Hammurabi, el primer gran ejemplo de un sistema jurídico. Umberto Eco, que era fanático de las listas, incluía entre sus favoritas la enumeración de objetos del Ulises de James Joyce, cuando Bloom abre los cajones y va enumerando sus hallazgos matizando cada uno con su versión de los mismos, o el listado de los generales y sus navíos que hace Homero en la Iliada para describir la grandeza del ejercito griego, o los catálogos de los museos, entre otras.
Hay listas odiadas como el índice de libros prohibidos, que fuera suprimido en 1966 por Pablo VI. Hay listas que buscan hacernos la vida más feliz, como los siete hábitos de la gente altamente efectiva, las siete leyes espirituales del éxito o cualquier otro que, como receta de cocina, promete los ingredientes para una vida feliz. Y no podemos olvidar las listas ahora tan comunes en Facebook: Diez razones para perder a su pareja; catorce pasos para ser feliz; los 25 mejores momentos de la vida de un padre y su hija; el top ten de los momentos emotivos de American Idol; y una larga lista de listas. Por supuesto, la principal lista de todas, Google, dinámica, siempre cambiante alimentada por las preferencias de quienes consultan y por los gastos publicitarios de quienes la patrocinan, que de alguna forma se está convirtiendo la lista que moldea nuestra cultura y nuestro conocimiento.
La lista establece un límite, una finitud, y el conocimiento que de otra forma se nos inspira universal, infinito, se convierte en algo mensurable y por lo tanto posible de adquirir, de controlar.
Para poder incluir algo en una lista debemos etiquetarlo, clasificarlo. A una pintura la clasificamos como modernista, o impresionista, o puntillista, e irá a parar a una exposición específica o al sótano de un museo si no hay interés del público por las obras con la etiqueta respectiva. Un libro irá en la sección de novela negra o novela histórica, y su público respectivo podrá encontrado y adquirirlo si ha sido adecuadamente clasificado. 
Solemos establecer etiquetas como si fueran placas de mármol, inmodificables. Sherlock Holmes será siempre un personaje de historias policiacas y a nadie se le ocurriría incluir sus libros en la sección de novelas de amor. Vamos etiquetando todo lo que encontramos a nuestro paso, pero muy especialmente, a todos los que nos encontramos a nuestro paso.
Solemos decir que una persona es amable o antipática, alegre o retraída, amorosa o arisca, o cualquier otro término que podamos aplicar. Y esas etiquetas solemos aplicarlas de acuerdo a la afinidad que tengan con nuestras creencias. Si alguien critica el matrimonio entre personas del mismo sexo, y nosotros hacemos lo mismo, lo etiquetaremos como defensor de la familia; si nosotros somos promotores del matrimonio homosexual, etiquetaremos al otro como homofóbico. Y los mismo sucederá con las tendencias raciales, culturales, religiosas y políticas. Y esas etiquetas establecerán quienes son afines a nosotros y quienes merecen nuestro desprecio.
Pero hay algo en este último proceso que obviamos al etiquetar a las personas, y lo que es peor, al etiquetarnos a nosotros mismos, y es que los seres humanos evolucionamos, cambiamos, nos transformamos con el tiempo, y esas etiquetas muchas veces pierden validez. Quien alguna vez fuera amable y amoroso pude volverse introvertido y cínico; quien fuera homofóbico puede volverse inclusionísta en los derechos civiles. Quien fuera partidario de las acciones derechistas por parte del gobierno, puede acabar apoyando un proceso de paz con la guerrilla con tal de asegurar un mejor futuro a sus hijos.
Facebook, por su parte, es un medio para establecer etiquetas de forma rápida y ligera. Un post de cualquier persona nos permite asumir que ese post la define y por lo tanto la etiquetamos de una vez y para siempre. Si apoya el proceso de paz en Colombia es de izquierda o, al menos gobiernista. Si se opone es derechista o uribista. Si critica al gobierno entonces está en contra de la paz, como si lo uno no fuese compatible con lo otro. Y lo que es peor, definimos nuestras relaciones con las personas con base en esas etiquetas ligeras que hemos establecido.
Pero nos cuesta mucho trabajo cambiar las etiquetas que hemos grabado sobre piedra. No solamente las de los demás, sino las etiquetas que nos hemos puesto a nosotros mismos. Y eso nos cierra una de nuestras mejores características, que es la de cambiar, evolucionar. Pudimos haber empezado nuestra vida inteligente en uno u otro camino, o nuestra vida emocional con uno u otro estilo de personalidad, pero con seguridad hemos cambiado, hemos suavizado algunos rasgos de nuestra personalidad o de nuestros paradigmas intelectuales, se habrán endurecido otros, nuestro espíritu se habrá transformado en uno más o menos creyente, la fe se habrá fortalecido o desvanecido. Y las etiquetas, por consiguiente, deberían haber cambiado. La lista en la que nos clasificaron o nos clasificamos en la adolescencia será otra al llegar a la madurez y otra de nuevo al llegar a la vejez. 
Tal vez en eso consiste la crisis de le edad madura. En que no encontramos coherencia de lo que creíamos ser con lo que somos, de los sueños que teníamos con lo que hemos logrado construir, en que las etiquetas que nos definían ahora parecen nombrar unos estantes vacíos en una galería. Construimos un molde, los demás lo reforzaron, y ahora ese molde se desdibuja frente a una imagen que ya no se refleja en el espejo. Lo que creíamos ser es ahora un fantasma, y si seguimos apegados a ese viejo listado de virtudes y defectos no podremos disfrutar de ese que somos ahora. Pero no solamente nuestras etiquetas han cambiado; también han cambiado las etiquetas de nuestra pareja, de nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos. Las listas que nos permitían tener un mundo seguro, mensurable, conocible y dominado, se rasgan cada día y nos dejan desvalidos ante una realidad que definitivamente no podemos controlar.
Y usted, ¿ha revisado recientemente sus etiquetas? ¿Sabe en que lista está? Yo, por mi parte, espero liberarme algún día de las listas y poder vivir la realidad como es, sin etiquetas. Cuando muera pediré que mis cenizas las esparzan al viento, para evitar que lo último que sobreviva a mi memoria no sea una dirección anónima y una placa metálica con las coordenadas de un cenizario. Preferible el olvido que una última y fría etiqueta.