En una conversación con una amiga salió el tema de Antony Flew, uno de los ateos más famosos que al final de sus días se convirtió en deísta, hecho que fue utilizado por diversos sectores de la cristiandad para reforzar su discurso. En esa conversación decía yo que la justificación de Flew me parecía de argumentos flojos; mi amiga sostiene que aunque flojos son válidos y corresponden a la necesidad espiritual de una persona. Totalmente de acuerdo. Pero, pensando más tranquilamente en el tema y revisando de nuevo la argumentación de Flew, creo que vale la pena comentarla, además como complemento a otra conversación virtual que he tenido con un amigo devoto y muy entregado a las labores de servicio en Emaús.
Antony Flew fue uno de los ateos más representativos, pero su ateísmo fue un ateísmo filosófico, racional. No fue un ateísmo que partiera de evidencias científicas ni sustentado en las mismas. Es más, su transformación inicial en ateo se dio por las dudas que el tema del mal le planteó frente a la religión, un camino que suelen tomar muchos agnósticos, algunos de los cuales llegan hasta el ateísmo. Es imposible para algunos creyentes aceptar que el mal exista cuando estaría en manos de un dios omnipotente controlarlo, no dejarlo surgir. Esto los lleva a la conclusión de que ese dios o no es omnipotente, o no existe, o no interfiere en los asuntos humanos.
Como ateo, Flew situó sus debates en el plano del lenguaje, en el análisis de las afirmaciones y su imposibilidad lógica, en el plano ontológico (el estudio de las entidades que existen y su interrelación) y teleológico (el estudio del propósito de algún ser). Es un proceso similar al de Platón y sus diálogos socráticos. De sus planteamientos surgió lo que se conoce como Teología Filosófica, una rama de la filosofía que a partir del análisis conceptual, la lógica o la lingüística, se abordan los temas que tienen que ver con la naturaleza de Dios, especialmente los que tienen que ver con la coherencia del teísmo y la existencia de Dios, y se dejan de lado temas como la vida después de la muerte o la relación entre moral y religión.
Tal vez por haber sido un ateo intelectual, su conversión al deísmo se dio en el mismo plano. No fue una revelación en el camino de Damasco, pero tampoco una decepción por falta de pruebas en el mundo de las ciencias. Todo lo contrario, Flew afirmaba que las evidencias de los nuevos descubrimientos científicos fueron las que le llevaron a revisar sus conclusiones. Aquí, creo yo, cayó en la religión del vacío. Las evidencias científicas que llenaron muchos espacios que estaban siendo ocupados por mitos metafísicos resaltaron algunos de los vacíos que aun quedaban por cubrir, espacios que suelen mantener las religiones para asegurar su vigencia, y Flew cayó en el espejismo, en no poder encontrar otra explicación coherente más allá de la existencia de una inteligencia primera y superior. Por eso su dios será un dios como el de Aristóteles, al que ve como causa primera dotado de poder creador y de inteligencia.
Las razones que expone Flew para su conversión en deísta son de caracter teleológico: La necesidad de un dios que se configura como causa primera, que posibilita la existencia del universo; la necesidad de ese mismo dios para explicar el surgimiento de la vida y su desarrollo; y la complejidad del ser humano como organismo, ya que consideraba el naturalismo darwinista insuficiente para explicarla. A Flew los descubrimientos de la genética y la física teórica lo hicieron dudar de la posibilidad del surgimiento de la vida por obra del azar, y lo llevaron a plantearse la necesidad de una inteligencia superior en la ecuación. El universo y la organización teleológica del mismo, la maravillosa complejidad de las leyes de la naturaleza que quedaba en evidencia a partir de los descubrimientos científicos del siglo pasado, lo llevaron a plantearse la necesidad de un diseño inteligente.
Su relación crítica frente al problema del mal persistiría, así como no creer en la vida después de la muerte, pero este es un dilema para los teístas, que permite entender un poco más su deísmo.
¿Por qué digo que sus argumentos son débiles? Para un filósofo, un comunicador o un ciudadano de a pie, las leyes de la naturaleza son absolutamente complejas e inentendibles. Pero, los físicos se maravillan por su sencillez, por su elegancia. Además, los últimos avances se encaminan cada vez más hacia un modelo unificado, que permita darle concordancia a la física molecular desde la mecánica cuántica con la teoría de la relatividad desde la física del universo. Es decir, lo que percibimos como un modelo complejo tiene la simplicidad que ha demostrado la naturaleza en la organización de todos sus organismos. El hecho de necesitar un ente superior para explicarlo se vuelve una necesidad personal, privada, no una necesidad teórica sin la cual la ciencia no pueda sustentar el surgimiento de sus leyes.
Respecto al surgimiento del universo, las teorías permitieron postular el big bang como punto de partida, y los recientes descubrimientos científicos, algunos posteriores a la conversión de Flew, han ido modificando y fortaleciendo esta teoría. Es cierto que faltan muchos años para tener certezas; cada vez surgen nuevas modificaciones, nuevas opciones como la teoría de los multiuniversos que se contrapone a la del universo en constante expansión. Pero la incertidumbre no puede llevarnos a llenar los espacios vacíos con un ser sobrenatural. La ciencia ha ido llenando esos espacios y reduciéndolos cada vez más, aunque sus propios descubrimientos pareciera que dejan al descubierto nuevos resquicios.
Por último, la casi milagrosa complejidad de la vida, expresada especialmente en el ser humano y su capacidad de sentir y de pensar, se ha ido abriendo ante nuestros ojos y hemos podido comprenderla más y mejor. Si bien en un principio el descubrimiento de la doble hélice de ADN significó descubrir un código supremamente complejo, la decodificación del genoma y la posibilidad de contrastarlo con el de cualquier ser vivo nos permitió entender su simpleza química, a la vez que evidenciamos que venimos de una única cadena genética original. Baste con saber que si nos comparamos con un gusano, el 40% de sus genes tiene un equivalente en los genes humanos. En el caso del ratón, casi todos sus genes tienen una contraparte en el humano, y en algunas cadenas es imposible diferenciar a cual de los dos pertenece. En el caso de los chimpancés, la similitud genética llega al 99% de los genes, como es de esperarse. El ser humano tiene 3 billones de pares de bases de ADN que conforman casi 40.000 genes. Hoy en día comprendemos su comportamiento y organización; no hemos podido aun sintetizar vida en un laboratorio, pero ya podemos influir en su desarrollo y la terapia genética es una realidad cada vez más cotidiana. Nuevamente, cada día hay menos espacio para una inteligencia superior que diera origen al diseño de la vida.
Ahora bien, creo que la filosofía es buena en cuanto es útil, es decir, que lo que se piensa se pueda llevar a la práctica. Entonces, pensando en un dios como causa primera y como diseñador inteligente del universo y de la vida, surgen muchas dudas.
Este dios o ente de inteligencia superior, debe ser al menos una entidad energética que de alguna forma le permita procesar los modelos que desarrolla esa inteligencia, y debe tener una ubicación y una permanencia. Ya sabemos que no pueden haber en el universo entidades no mesurables. Por lo tanto, esperamos en algún momento poder identificarlo o identificar sus pulsaciones o cualquier otro tipo de manifestación. Pero, ¿Intervino solamente en el momento previo al big bang? ¿Desde ese momento estableció el plan de desarrollo del universo y de todo lo que lo compone? ¿O sus intervenciones han sido reiteradas, cada vez que uno de los pasos en la torta de la vida está cocinado?
Supongamos que este ente, que además debería ser causa sin causa, dio inicio al universo hace 13.800 millones de años. En ese momento diseñó un modelo energético que dio el punto de partida al big bang. Después esta inteligencia superior, cuya única finalidad es diseñar modelos de desarrollo para obtener vida en algún momento, se toma un descanso de 9.300 millones de años, hasta que nuestro sistema solar ha tomado forma y la tierra se ha convertido en un planeta caliente y convulsionado que gira alrededor del sol, una de las 100.000 estrellas de la Vía Láctea, que a su vez es una de las 100.000 galaxias del universo. Asumimos que en ese momento interviene para ajustar las condiciones físicas del sistema solar y permitir que se genere un ambiente favorable para la vida. Esta vez entrará en un periodo de espera más corto y pasados 1.000 millones de años, cuando la tierra ya se ha organizado, tiene una atmósfera primitiva y agua, dará origen a la vida, y se iniciará esta maravillosa carrera evolutiva que después de 3.500 millones de años nos ha traído hasta lo que somos. Podemos asumir que esa inteligencia superior ha estado implantando modelos iguales o diferentes en otro planetas. No tendría mucho sentido pensar que se dedicó a un solo planeta, a un único intento. Pero tampoco tiene mucho sentido pensar que ha ido trabajando por etapas.
Mi capacidad mental no me permite pensar en un ente superior que trabaje de esta forma. Tal vez estoy limitado por la visión antropomórfica de la inteligencia. Podría soportar un dios que interviniese en el momento previo del big bang, pero uno que intervenga a intervalos irregulares a partir de ese punto no me cabe en la cabeza. Si la fe me diera para tanto, me sería más fácil creer en un dios teísta, dedicado de forma permanente a crear al universo, al sistema solar, a la tierra, a cada uno de los seres humanos (al menos sus almas) y a seguirlos en su devenir. Pero en otro artículo nos dedicaremos a esta opción.
Recuerdo que Stephen Hawking cuenta en Historia del tiempo, que tras una conferencia en el Vaticano, en una audiencia privada otorgada a los conferenciantes por Juan Pablo II, en Pontifice los felicitó por su trabajo pero les recordó que no se debía indagar en el momento anterior al big bang, porque allí estaba el momento de la creación y por lo tanto la obra de Dios. Hawking dice: "Me alegré entonces de que no conociese el tema de la charla que yo acababa de dar en la conferencia: la posibilidad de que el espacio-tiempo fuese finito pero no tuviese ninguna frontera, lo que significaría que no hubo ningún principio, ningún momento de Creación. ¡Yo no tenía ningún deseo de compartir el destino de Galileo, con quien me siento fuertemente identificado en parte por la coincidencia de haber nacido exactamente 300 años después de su muerte!" (Hawking, S.: Historia del tiempo, Crítica, Barcelona, 2001, cap. 8, p. 156).
En conclusión, al menos para mi, Flew llegó a un punto de su vida en que su espiritualidad le exigió regresar al abrigo seguro de un ser superior que dio origen al universo, tal vez para tener un puerto de llegada al momento de su muerte, o al menos encontrar un origen divino en una vida fructífera que no necesitaba más que su propia justificación. Pero como dijo mi amiga, cada quien tiene sus necesidades personales en momentos críticos de la existencia. Yo por mi parte, después de leer a Flew y sus razones, me convenzo más de mi ateísmo.
Hay una reflexión muy valiosa de este proceso. El principio que debe guiar nuestra reflexión sobre la vida y el universo es la que Platón le atribuye a Sócrates en La República: Sigamos la argumentación a donde quiera que nos lleve. Y como dice Punset en su último libro, Carta a mis nietas, debemos estar siempre dispuestos a cambiar de opinión. Algunos esperaremos evidencias científicas, otros se refugiarán en sus procesos intelectuales, pero por un camino o por otro, nuestro marco teórico está en constante cambio y debemos estar dispuestos a revisarlo, a modificarlo, a adaptarlo a la realidad cambiante del universo. Como dijo Heráclito: Todo cambio menos el cambio mismo.
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Esta es en breve la historia de Flew: http://www.radiotulip.com/antony-flew-el-caso-de-como-el-ateo-mas-famoso-del-mundo-termino-creyendo-en-dios/