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miércoles, 29 de marzo de 2017

Religión vs. espiritualidad



En su último libro, Homo Deus[i], el historiador Yuval Noah Harari da continuidad a la revisión de la historia del ser humano y dirige su mirada hacia el futuro, con una visión algo pesimista que nos dará para muchas discusiones.

Lo que en este caso quiero rescatar es su visión sobre las religiones y la espiritualidad. Al respecto afirma que "La religión es un pacto mientras que la espiritualidad es un viaje." La religión es un pacto inamovible que establece las normas morales en que una sociedad se desarrolla. Recordemos que la religión fue la primera institución social que surgió en las sociedades primitivas y se encargó de modelar las relaciones entre nuestros antepasados primitivos. No solamente buscaba mediar la relación del hombre con la naturaleza y llevarle a los espíritus indómitos las suplicas por su benevolencia, sino que además definía las normas y valores que regulaban el comportamiento.

Como parte de la evolución y el desarrollo de la complejidad del ser humano, la religión fue adaptándose y complejizándose a su vez. Pasó del animismo primitivo a un complejo entramado de dioses humanizados, que finalmente daría paso a las religiones monoteístas con un dios todopoderoso, omnisciente y omnipresente.

Pero, para lograr esa cohesión y estabilidad social y política, en donde las religiones primero dominaron y después respaldaron al dominador, las religiones se debieron sustentar sobre sistemas dogmáticos, estáticos e indiscutibles, y trataron de mantener bajo esos sistemas a la sociedad. Esto ha tenido dos consecuencias principales. La primera es que las religiones se han convertido en un obstáculo para el desarrollo de las sociedades, porque asumen que aceptar cambios las pondrán en peligro como sistema de referencia y de imposición de valores. La segunda, que las religiones van perdiendo vigencia y se van desconectando de las personas que cada vez se sienten menos identificadas y menos representadas y deben buscar otras opciones para llenar sus necesidades.

El ser humano es un ser espiritual; suele cuestionarse sobre su papel en el mundo, sobre las razones de su existencia y la finalidad de esta vida que el azar le ha permitido vivir. Si bien estas preguntas se las hace desde el intelecto, el ser humano necesita sentir que las respuestas vienen de algo superior que le da un sentido especial a su existencia. Psicológicamente somos siempre unos niños indefensos que necesitamos el reconocimiento de un algo superior, algo que nos haga un compromiso y una promesa de cuidado, de trascendencia, de relevancia más allá de una mera existencia debida al azar en la mezcla de un cúmulo de átomos y moléculas.

Esa espiritualidad se manifiesta en el enfrentamiento entre la dualidad de lo bueno y lo malo, que heredamos de nuestros antepasados y que ellos a su vez plasmaron en los dogmas religiosos. Aunque no aceptemos esos dogmas ni el camino religioso, nos es imposible liberarnos de esa esencia dual que se manifiesta en todas las evaluaciones que hacemos de los actos propios y ajenos. Nuestra mente suele vivir en una lucha entre lo bueno y lo malo, que además tiende a rechazar lo relacionado con el cuerpo y con la inmanencia y a buscar lo relacionado con una supuesta alma y la trascendencia.

La lucha espiritual, esa búsqueda de nuestro equilibrio, de integrar nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra posible alma (que en lo que a mí respecta es otra manifestación de la mente) es lo que se llama un viaje espiritual. De acuerdo con Harari, "todo viaje en el que dudamos de las convenciones y de los pactos del mundo material y caminamos hacia un destino desconocido se llama <<viaje espiritual>>… Tales viajes son fundamentalmente diferentes de las religiones, porque el objetivo de las religiones es cimentar el orden mundano, mientras que el de la espiritualidad es escapar de él.”

Cuando emprendemos un camino en nuestro interior para tratar de encontrar el verdadero sentido de nuestro espíritu, debemos romper las cadenas que nos atan a unos dogmas que nos han sido impuestos y en donde no podemos reconocer nuestra esencia. No solo los dogmas religiosos, sino también los dogmas sociales que nos han llevado por un camino profesional y familiar determinado, que cuando no se ajusta nuestras propias necesidades desata una crisis de la cual solo hay dos salidas: Resignarse y encajarse los dogmas a golpes, o rechazarlos, iniciar el viaje, encontrarse a sí mismo por el camino y regresar a recoger los pedazos que quedaron atrás y que aun puedan tener algún sentido.

Este viaje espiritual, que nos lleva a encontrar nuestra verdadera esencia o lo que hoy en día llaman reinventarse, es un proceso solitario, personal, porque cada quien debe encontrar su propia verdad. No puede hacerse en grupo aunque sus resultados puedan después ser adoptados por grupos. Por ejemplo, Jesucristo ayunó en el desierto durante 30 días, se encontró a sí mismo y regresó para compartir con otros su proceso, sin querer imponerle a nadie la realidad que había encontrado. Unos pocos años después de su muerte sus enseñanzas fueron interpretadas, ajustadas, ampliadas, dogmatizadas y hoy dominan en su nombre al 25% de la humanidad. Los grupos sociales conformados por personas que prefieren la imposición de dogmas al riesgo de recorrer su propio camino toman las enseñanzas disruptivas de algunos, las reinterpretan, las dogmatizan y acaban formando nuevas religiones. Un ejemplo aún más llamativo es el de Lao Tse y el Tao Te King, una filosofía plenamente inmanente que otros acabaron por convertirla en Taoísmo, religión que como todas ha llegado a generar muertes y enfrentamientos, todo a partir de un texto que simplemente buscaba mostrar uno de los tantos caminos que se pueden recorrer en el viaje espiritual. Los que se enfurecen contra las estructuras religiosas anquilosadas acaban forjando nuevas estructuras que la sociedad, necesitada de respuestas firmes e instrucciones férreas para mantener la cooperación colectiva, convertirá en religiones que acabarán por anquilosarse y entrar así en un ciclo de agujeros negros espirituales.

En conclusión, la espiritualidad es el más poderoso enemigo de la religión. Pero, y entonces, ¿cómo lograr mantener la cohesión y la colaboración de los grupos sociales a la vez que propugnamos por el desarrollo de los individuos? La respuesta para Harari es el humanismo, que se convertirá en el pacto entre ciencia y religión. La modernidad es el establecimiento de un pacto en el cual la humanidad ha renunciado al sentido de vida impuesto por la religión (y que le permitía a nuestros antepasados tener un tránsito por la vida alienado pero ligero y feliz) a cambio del poder que nos brinda la ciencia y el conocimiento.

El humanismo es un término algo etéreo, que sirve para expresar muchas ideas que no caben en otras definiciones. Esto se debe a que es un término vivo, que se desarrolla con el hombre, que evoluciona con él y que se adapta a la época en que lo pensamos. Si queremos definirlo de alguna forma, podemos decir que el humanismo es un movimiento que surgió en el Renacimiento y que rompió con las tradiciones escolásticas del medioevo para darle prioridad al ser humano, a sus experiencias, a su individualidad, a su capacidad de transformar el mundo. En mi opinión el logro más grande del humanismo fue que aceptó nuestra ignorancia y le dio paso al espíritu científico y al ansia de conocimiento.

Hasta el medioevo la religión monopolizaba el conocimiento y la respuesta a todas las preguntas se encontraba en los libros sagrados o en las interpretaciones que los padres de la iglesia hacían de ellos. La religión era la respuesta a las plagas, a las buenas cosechas, al milagro de la vida o al dolor de la muerte, a los aciertos de los monarcas o las equivocaciones de sus consejeros. Todo el conocimiento reposaba en los representantes de dios en la tierra. Con el advenimiento de la ignorancia, de la duda, con la búsqueda de la verdad y del conocimiento, con la ruptura de la certidumbre, el hombre tomó las riendas de su destino y entendió el valor de su individualidad como constructora del entramado social. Perdimos el sentido de la vida que nos daba la espiritualidad impuesta pero recibimos a cambio el poder de construir nuestro propio destino y de encontrar nuestra verdadera espiritualidad.

Por eso las religiones están en crisis. Porque en su anquilosamiento han dejado de avanzar al lado del ser humano. Porque han querido mantener sus dogmas en contra de la transformación. Porque no son un camino de búsqueda, porque no ayudan a generar preguntas sino que buscan imponer respuestas.

Pero el humanismo también está en crisis. En medio de su indefinición, ha encontrado múltiples propuestas en grupos o sociedades iniciáticas que buscan proponer un camino para el viaje espiritual y que se cierran a las masas o inclusive a los interesados. También hay guías en filósofos como André Comte-Sponville o Fernando Savater que no logran tener la difusión suficiente, o Michel Onfray, Cristopher Hitchens o Zygmunt Bauman que acaban siendo demasiado académicos y se alejan de la cotidianidad de las personas. Y finalmente porque se ha confundido humanismo con ateísmo y conocimiento con antirreligión, mezclando religión con espiritualidad, y hemos terminado por castigar la espiritualidad en pos del humanismo y el conocimiento.

Necesitamos un movimiento que le devuelva al hombre sus bases espirituales sin recurrir a los dogmatismos religiosos y que le permita retomar el sentido de su existencia desde su propio interior, para que le pueda dar sentido al poder que le ha otorgado el conocimiento y la ciencia. De lo contrario, ese conocimiento se vuelve vacío y abrumador a la vez, y lo empujará de nuevo a las delicias de la alienación religiosa.

Enorme reto el que nos espera para darles a nuestros hijos un mundo con poder pero a la vez con sentido. ¿Será eso lo que les faltó a los milenials?




[i] Harari, Yuval Noah. Homo Deus: Breve historia del mañana. Madrid. Editorial Debate, 2016. Pags 208 a 212.

viernes, 13 de noviembre de 2015

¿En qué creen los que no creen?

Tomaré prestado el título de este magnifico diálogo epistolar entre Umberto Eco y el obispo de Milán, Carlo Maria Martini, publicado en 1997, aunque en su momento me hubiera desilusionado su alcance que esperaba más radical. La idea en estas líneas es darle respuesta a las muchas personas que ponen cara de asombro, consideración o pesar cuando digo que soy ateo, y me preguntan con cierta consternación "de verdad, ¿no crees en nada?"
La preocupación real de mis interlocutores no es en qué creo, sino en qué no creo, así que empecemos por eso. Ateo es el que no cree en dios, el que no tiene dios. Es decir, yo como ateo no creo en dios. Los agnósticos son aquellos que consideran que el tema de dios es imposible de entender o definir, y por lo tanto lo dejan a un lado y definen su espiritualidad como un estado de duda cierta. Asumen que hay una entidad superior pero se eximen de definirla. Es lo que los ateos llamamos "aguas tibias".
Los creyentes por su parte, reconocen la existencia de un ser supremo, y según la forma en que lo perciben pueden ser deístas (un ser supremo indefinido), panteístas (todo cuanto existe participa de la naturaleza divina porque dios es inmanente al mundo) y teístas (dios es un ser especifico, definido, creador del universo y que interviene en el devenir; inclusive puede tener forma física humanoide).
Así que, para los ateos no hay dios, sino que el mundo, el universo, es una manifestación de la materia que se desarrolló sin intervención de ninguna fuerza espiritual o metafísica sino que se rige por unas leyes que hemos ido decodificando y organizando en unas ciencias que llamamos física, matemática, química y biología.
Por extensión, como ateo que no creo en dios tampoco creo en otras entidades espirituales o metafísicas. Es decir, no creo en que el cuerpo tenga un alma, no creo en fantasmas (si no hay alma en este mundo tampoco la hay para que le sobreviva al morir, es decir, en el otro mundo), ni creo en demonios, ángeles o cualquier otro mito parecido. Por eso es una tontería quienes dicen que los ateos adoramos al demonio, porque así como no creemos en dios no podemos creer en el demonio.
Entonces, ¿en qué creo si no creo?
Creo en que soy un ser material, una masa de átomos que forman moléculas, que forman células, que forman órganos y que forma este cuerpo que se ha organizado de tal modo que puede pensar, proyectar el resultado de sus acciones, actuar y aprender de ese actuar. Un cuerpo que nace, crece y ha de morir algún día. Un cuerpo que al morir se convertirá en cenizas, y del cual no le sobrevivirá nada más allá del recuerdo que deje en los demás.
Creo que la vida que vivimos es la más grande expresión de un milagro, si tomamos la palabra en el sentido de un hecho que sobrepasa las probabilidades del mundo natural. El hecho de que las condiciones planetarias hayan permitido el surgimiento de vida en este planeta es milagroso (no por ello sobrenatural) y merece nuestro asombro y nuestra gratitud. Creo que esa misma vida puede y debe haber surgido en otros planetas de los miles de millones de estrellas que hay en este universo, aunque nunca podamos llegar a tener contacto con ellas.
Creo que el ser humano es un ser que evoluciona, que aprende, que construye una sociedad tendiente a mejorar a pesar del espíritu egoísta y egocéntrico que tenemos. Tengo la esperanza de que la humanidad evoluciona para mejorar y que a pesar de nuestros errores lograremos un mundo mejor.
Creo, por último, que no necesitamos creer en un ser superior o en la promesa de un mundo sobrenatural para ser buenos. Podemos construir un sistema moral basado en la inmanencia, en lo que somos y vivimos en este mundo, sin necesidad de esperar o temer un castigo o un premio en otra vida. 
Creo, por lo tanto, que esta pequeña y corta oportunidad de vivir es la única, que lo que no haga en este mundo y en esta vida no podré hacerlo en otra. Es aquí donde tengo que vivir, sufrir, amar, ser feliz. No hay segunda oportunidad, no hay otra vida para ser feliz. Sólo aquí podre ser.
Por eso, debemos aprovechar esta vida, gozarla, explotarla, hacer que merezca la pena, porque no hay segundas oportunidades.
Dice el obispo Martini : "La esperanza hace del fin un fin". Difiero, el objetivo de nuestra vida es el camino, es vivir la vida, no morir. Lo importante es lo que vivimos, lo que experimentamos, lo que aprendemos. El fin, la muerte, será el cierre de este maravilloso capitulo. No debemos temerle, no debemos huirle, pero tampoco buscarla. Simplemente llegará cuando sea el momento. Morir no es nuestro destino, nuestro deseo; vivir es nuestro deseo, nuestro anhelo. Estamos aquí para vivir y disfrutar de este mundo.
El ateísmo, entonces, es simplemente una forma de encarar la vida. Una forma solitaria, porque no se tiene ese apoyo espiritual que todo lo promete. Pero una forma realista, inmanente, que obliga a vivir y que exige enfrentar la vida sin esconderse detrás de la fachada de un padre sobreprotector.
Por último, el ateísmo es un acto de fe. En el ateísmo no hay certezas, como no las debe haber en las creencias sobre dios. El ateo cree que dios no existe (no es posible demostrar su inexistencia), así como el creyente cree que dios existe (porque tampoco es posible demostrar su existencia). En uno y otro caso la certeza es un acto de soberbia. Por eso son tan antipáticos los fanáticos de uno y otro lado que buscan imponer su punto de vista. Las creencias religiosas deberían mantenerse en el ámbito personal y respetar siempre la posición del otro. El día que logremos eso las religiones podrán ser un punto de encuentro y no de conflicto.