En El Libro de la envidia, Ricardo Silva nos muestra una sociedad
bogotana que vive de las apariencias, de los abolengos, de la envidia por lo
que tiene el vecino, por lo que aparenta. Una sociedad que vive bajo el
convencimiento de que el jardín del vecino siempre es más verde que el propio,
pero lo que es peor, ese convencimiento los lleva a pensar que lo que el vecino
tiene no le pertenece con justicia y debería ser de quien siente la envidia o
de nadie. Ese celo posesivo que dice si no es mío no será de nadie.
¿Sigue siendo Bogotá la ciudad de
la envidia? No pensemos en unos pocos delincuentes o canallas (de quienes
hablaré en mi próxima entrada) sino pensemos en el grueso de nuestra sociedad,
en nosotros, en nuestros vecinos.
Envidia es aquel sentimiento
doloroso que se siente por no tener lo que el otro tiene, o no ser lo que el
otro es. Es lo que siente alguien cuando ve al otro en un carro nuevo, o
pintando la fachada de su casa, o de vacaciones en la costa, o con buena salud,
o con un hijo sobresaliente en el colegio, o cualquier otra bienaventuranza que
opaca las propias.
La envidia es un sentimiento
solitario, autodestructivo, que nos carcome por dentro, pero que puede llegar a
ser inofensivo para los demás. Pero hay un punto en que esa envidia da un paso
más allá, y se convierte en un activador de actitudes negativas. Es cuando
comentamos con alguien más de como lo que tiene nuestro objeto de envidia es
inmerecido, o inclusive mal habido. “Quien sabe que le dan al profesor, porque
ese niño no tiene cara de ser tan estudioso” o “como conseguirá la plata para
pagar ese viaje, porque el salario no le da para tanto”. Y entonces, un paso
más allá, se pasa del dicho al hecho, y surge el egoísmo.
El egoísta es el que antepone el
interés propio al de los demás; el que pudiendo hacer algo por los otros, deja
de hacerlo. Y la única explicación que yo creo posible es que el egoísta no
hace lo que pudiera hacer por los otros simplemente porque en el fondo de su
corazón siente envidia de lo que tienen los otros, y por eso busca
perjudicarlos, o al menos no beneficiarlos.
Y definitivamente Bogotá es la
ciudad del egoísmo. Egoísta el que no recoge la caca del perro, el que no cede
el asiento en Transmilenio, el que no respeta la cola en el semáforo, el que
bota basura a la calle desde la ventana de su carro, el que no ayuda a un transeúnte
que se tropieza y cae, el que pita como desesperado ante cualquier razón en
medio del tráfico, en fin, tantas expresiones de lo que solemos llamar falta de
civismo o incultura. Básicamente muchas expresiones de ese sentimiento oscuro
que mina la vida cotidiana, con un agravante, y es que quien se atreve a
protestar suele poner en riesgo su integridad.
Lamentablemente este no es un
problema del país o de las grandes urbes. Algunas suelen tener síntomas
similares, pero no parecieran haber llegado a un estado tan profundo de indolencia.
Eso sí, creo que en Colombia ninguna se le parece. Esa ciudad de envidiosos del
siglo XIX alimentó ese espíritu negativo y se convirtió en la ciudad de los
egoístas del siglo XXI.
Tenemos la mala costumbre de
culpar de nuestros problemas a nuestros padres. En este caso, solemos hacerlo
con el gobierno. Las basuras son culpa del sistema de aseo que no barre las
calles; el irrespeto al volante es culpa del tráfico que le acaba la paciencia
a cualquiera; no recoger la caca del perro es culpa del alcalde que no merece
que le limpien las calles; no querer pagar los impuestos es culpa de los políticos
que se roban la plata, no de quienes los eligen para que puedan robársela.
Siempre encontraremos una excusa para no construir, para no convivir, para no
tener una ciudad digna de nosotros mismos.
Pero la
verdad es que la solución a nuestros problemas está en nuestras manos. El día
que entendamos que el daño que le hacemos a nuestros vecinos nos lo estamos
haciendo a nosotros mismos: que la ciudad opresora y asfixiante que construimos
es la que le legaremos a nuestros hijos; que la ciudad individualista y fría
nos lleva a aislarnos cada vez más en nuestros pequeños refugios; el día que
veamos que con pequeños cambios podemos hacer de nuestra ciudad una ciudad
amable, realmente humana, ese día transformaremos nuestra realidad y podremos
construir con base en la generosidad. Y solamente la generosidad multiplica la
riqueza y hace más amable el devenir.
En las próximas elecciones
locales debemos votar con responsabilidad, pero ante todo votar: Ese es el
primer acto de responsabilidad ciudadana. Que el egoísmo no nos deje escondidos
debajo de las cobijas o temerosos de respaldar al candidato que consideremos
adecuado para recuperar esta ciudad, nuestro hogar.
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